Por: Horacio Durán
La Junta, Chih.- Entre los años 1970 y 1975, cuando apenas dejaba atrás la primaria y cursaba la secundaria en la Técnica 7 de Ciudad Guerrero, Chihuahua, descubrí algo más que una vocación. Descubrí un taller, una familia, y una manera de entender la vida.
Pasaba mis días libres —y muchas noches también— trabajando y aprendiendo carpintería en el taller de don José Antonio Campoy, allá en La Junta, Chihuahua. No era solo cortar y ensamblar madera; era observar cómo de un plano surgía una puerta, un mueble, una obra. Era ver cómo las manos convertían un dibujo en algo útil, bello y duradero.
Tuve el privilegio de recibir enseñanzas no solo de don Antonio, sino también de su hermano Juan Campoy y de su padre, don León Campoy. Su estilo de carpintería era especial, casi con alma. Y no solo aprendí a trabajar con madera… aprendí a trabajar conmigo mismo.
Me marcaron frases que aún llevo conmigo:
“Si empiezas un proyecto, lo terminas.”
“Un buen carpintero no solo corta bien… piensa, traza y respeta el material.”
“Lo que construyes con tus manos debe estar a la altura de lo que llevas en el corazón.”
Esas enseñanzas me acompañaron cuando crucé la frontera y comencé una nueva vida en Estados Unidos. Muchas de esas técnicas siguen vigentes allá, pero lo que más vive en mí son los valores: la constancia, el detalle, el amor por el oficio, y el respeto por quienes nos enseñan.
Hoy, desde este rincón del tiempo, levanto un brindis con gratitud por don José Antonio Campoy —que ahora descansa en paz— y mando un fuerte abrazo a toda su familia, allá por Cuauhtémoc, La Junta y Guerrero.
Porque a veces, lo que aprendemos de jóvenes no solo nos da trabajo… nos da identidad.
Y eso, ni el tiempo ni la distancia.
H. Duran – 2025. Desde Mesa, Estados Unidos.
